Hay de todo en la viña del Señor y en la clase de inglés. Unos recuerdos:
— Contando una historia, un alumno mío buscó una palabra en la larga lista de verbos irregulares ingleses – toda la lista, mientras los demás le esperábamos. Por fin dijo, “No. No lo encuentro. Philip, ¿cómo se dice ‘hijo de puta’”?
— Una mujer elegantísima de unos 50 años no se acordaba de tres o cuatro palabras fáciles en los primeros minutos de case. Esto le produjo un ataque de pánico y se echó a llorar como una magdalena. “No me acuerdo de nada!” gimió una y otra vez
— Mi primer día de clase con el director de la empresa, esté me preguntó en voz baja, “Dime, eres fiel a tu mujer?” A continuación me contó, aunque en inglés pobre, su aventura con su amante, que creo que le daba tanto gusto como el sexo.
— A lo largo de la hora, la secretaria del director de una gran empresa farmacéutica estaba inquieta y nerviosa, y por fín me dijo por qué: “¡Es que esta mañana mi jefe va a echar al director de marketing!” El director de marketing era mi próximo alumno. De hecho, he estado en mi clase no menos de tres veces sabiendo que a mi alumno le iban a despedir. Incómodo.
Este otoño cumplo 40 años impartiendo cursos de inglés. Empecé como universitario norteamericano en 1979, en una academia pequeña en la Calle Ríos Rosas, aunque la gran mayoría de mi trabajo, como profesor autónomo, lo he realizado en empresas madrileñas. Los años los llevo con gusto, fascinado siempre por el zoológico humano que pasa delante de mi. Espero que mis alumnos hayan aprendido tanto como me han enseñado a mi, pero francamente lo dudo. Siempre que pienso que lo he visto todo, me doy cuenta que no he visto ni la mitad. Y no hay nada como el aprendizaje de un idioma, este componente tan crucial del ser humano, para sacar lo más frágil y esencial de una persona.
Por ejemplo, ¿cómo toma un alumno ser corregido? Una de las primeras y más fiables impresiones de una persona es esto. A los orgullosos les jode. A los de buen carácter no les importa: es como si les dijera la hora. Pero a los tontos, ¡uuuf! Ni la palabra del profesor les vale. Al menos dos veces he discutido con alumnos que no me creían cuando dije que el plural de “person” puede ser “persons” o “people”.
Otro ejemplo: hay gente que se avergüenza de su inglés, por bueno que sea. Los jefes prefieren pagar un curso particular a que su secretaria le pille en una mala conjugación. Muchas personas insisten en cerrar la puerta – cerrarla del todo – antes de decir la primera palabra. Los españoles llevan años diciéndome que tienen gran sentido de vergüenza, y sin embargo, lo que más une a un grupo de alumnos es el que vean los errores que cometen los unos a los otros.
¿Sabías que hay cursos para aprender a enseñar inglés? Explican un sinfín de métodos, pero no veo ninguna aplicación a lo que hago. Los métodos no tienen nada que me ayude con, por ejemplo, un director de ventas adinerado que en el momento de entrar en clase se pone cara de perro. Lleva Armani, conduce un Lexus y está acostumbrado a sentirse el más listo de la sala. Pero el inglés le pone en desventaja, y lo odia. Los listillos son los peores alumnos.
Los mejores alumnos, ya que ibas a preguntar, son los informáticos. Están acostumbrados a trabajar con código y comprenden en seguida la importancia de la estructura de la frase. Se empapan del vocabulario básico – como ya saben el técnico – y en seis meses están escribiendo emails y preguntándome que quieren decir los soberbios de Google que quieren “frankensteinear” unas bases de datos.
Para sacar adelante el curso, me he encontrado desempeñando el papel de amigo, confesor, defensor, y psicólogo. En los pasillos de la empresa, soy un elemento neutral. Por tanto, he visto fluir bastantes lágrimas en mis clases, y no por el inglés, sino por jefes incompetentes, recursos humanos de lo más inhumanos, novios machistas, y uno o dos casos de acoso absolutamente escandalosos. He visto a alumnos inteligentes que simplemente no avanzan hasta que yo no encuentre la clave. Me acuerdo de un director que no reaccionaba, no aprendía nada – hasta que empecé a ponerlo todo por escrito: ejercicios, diálogos, todo. Esta persona necesitaba un encuentro físico, visual con el idioma para que su mente ordene y coloque todo en su sitio. Después progresó, que es la cuestión.
He tenido a alumnos que progresan y otros que simplemente se quedan como estaban, y me he preguntado muchas veces, cogiendo el metro apurándome a la siguiente empresa, ¿qué es lo que distingue los buenos alumnos de los normales o malos? No encuentro una respuesta clara. Por un lado, hay los que simplemente tienen don: una gran capacidad verbal. Me acuerdo de un joven, el encargado de logística de su empresa, que aprendió inglés viendo películas de terror. Le encantaban. Empezó viéndolas con subtítulos en castellano, después en inglés, y después sin nada. Con unas pocas explicaciones mías de gramática, ya tenía un inglés impresionante.
Pero la mayoría es como otro alumno mío de los años 90, médico especialista en diabetes, que en los años 70 se compró un libro y disco de Berlitz y a base de hacer ejercicios y escuchar, aprendió lo bastante como para ir a congresos y aportar sus propias investigaciones. Esto es lo bueno del inglés: el que se emplea internacionalmente es un mero esqueleto del idioma, y al alcance de prácticamente todos.
En pocas palabras, aprender inglés es una cuestión de ganas y tesón, y de asumir que se trata de conseguir un inglés suficiente, no perfecto; esto es para nativos, que usan “frankenstein” como verbo.
Algunos compañeros míos dicen que en pocos años todo el mundo ya sabrá inglés y nuestro trabajo menguará. Espero que no. Lo paso muy bien en el aula. Mis cuatro décadas delante del alumno español han pasado volando. Mi único miedo es jubilarme.